Los godos del emperador Valente
D. Arturo Pérez - Reverte
Patende de corso, 13/9/2015
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado.
Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender.
Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por
ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y
todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando
invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se
mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros
imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El
problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio
heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la
Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia
medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del
hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso
-Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de
caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de
sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a
salvo un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas
y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el
Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares
donde las palabras Islam y Rais -religión mezclada con
liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la
caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos
los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos
de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de
desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido
histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una
coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura
inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios
incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y
agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad
fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos
centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados.
Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra
incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano,
también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos
últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se
van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa,
política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben.
Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a
poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización,
afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos
pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que
sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el
vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en
origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a
enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier
actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas
pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo
histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus
consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en
el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los
emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin,
es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que
hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La
herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente
descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la
humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos
llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar
económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni
sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la
absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y
al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de
vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en
oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y
tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre.
Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son
pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la
enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día,
por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos,
cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos
derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y
que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la
actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni
hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas
conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de
una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar,
que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín,
el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad
donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el
cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que
ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo
en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque
también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las
élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y
políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el
poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada
por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos:
desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos,
represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos
xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los
de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre,
la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no
todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse
con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia
a todos por igual. Y es que no hay forma de parar la Historia. «Tiene
que haber una solución», claman editorialistas de periódicos,
tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo
explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se
vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca
son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es
lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a
veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural:
nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con
lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a
muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores
que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo.
Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos
actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar
explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese
romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca
mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a
asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando
en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez,
valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten
a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras
de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un
territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso.
Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a
lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez.
Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos
griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado
el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes
mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo;
pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt
Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida,
hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
Fuente: http://www.perezreverte.com
Patende de corso.