Patética imagen del rey Felipe VI aguantando la pitada a él y al himno nacional , mientra el sedicioso Artur Mas esboza una sonrisa. |
Ayer se volvió a escuchar una sonora pitada al himno de España en los
prolegómenos de la Copa del Rey. En una nación como Estados Unidos,
donde los grandes eventos deportivos son siempre antecedidos por la
entonación del himno nacional, episodios como el de una pitada contra el
Jefe del Estado resultan simplemente inimaginables. La persona
encargada de cantar La vieja bandera cuajada de estrellas, es incluso
escogida con auténtica meticulosidad y no faltan los que consideran que
debe ser hasta norteamericana de nacimiento para otorgar una solemnidad
de rancio abolengo a la ceremonia. Se me dirá que Estados Unidos en
esto, como en tantas cosas, puede hacer gala de eso que denominan
«excepcionalidad». Es cierto, pero la pitada al Jefe del Estado o el
abucheo al himno nacional sólo se produce entre grupos marginales. Fue
el caso, por ejemplo, de los inmigrantes argelinos que, en el curso de
un partido de fútbol entre la selección de su nación de origen y la
francesa, se permitieron armar bronca mientras sonaban los compases de
«La Marsellesa». Estas circunstancias son las que convierten la
costumbre de los nacionalistas catalanes y vascos de pitar el himno
nacional e insultar al jefe del Estado en algo lamentable e inusual en
cualquier nación civilizada. De entrada, ni Cataluña ni Vascongadas son,
en absoluto, segmentos marginales de España como pueden serlo los
inmigrantes musulmanes de los suburbios franceses. A decir verdad, tanto
una como otra región disfrutan de un grado de privilegio sin paralelos
en el resto de la nación. En el caso de las Vascongadas, su economía y
su sistema de bienestar social son sostenidos de manera directa e
innegable por el resto de los españoles. Bien pueden jactarse los
nacionalistas vascos de que su Sanidad es la mejor del Estado o de que
sus pensiones son las más elevadas. Así es porque a cada ciudadano
español le cuesta al año no menos de dos mil euros el que se mantenga en
pie la Sanidad vasca y porque su sistema de pensiones lo costeamos bien
generosamente entre todos aceptando que el nuestro entregue
renumeraciones inferiores a los que se retiran tras una vida de trabajo.
Gracias a la figura del concierto –que el catedrático Mikel Buesa
definió acertadamente hace años como el «pufo vasco»– las Vascongadas
tienen mesa y mantel puesto por el resto de España contribuyendo a las
cargas comunes de manera menos que simbólica. No es mucho peor la
situación de privilegio de Cataluña. A pesar de que representa más del
30 por ciento de la deuda de la totalidad de las Comunidades Autónomas y
de que en los últimos años se han subido los impuestos de todos los
españoles para que Artur Mas no tenga que cerrar ni una sola de sus
embajadas en el extranjero –a decir verdad, ha seguido abriendo nuevas
legaciones– y pueda seguir financiando el nacionalismo catalán en los
territorios que desea someter, como Aragón, Valencia y las Baleares, los
nacionalistas catalanes están más que descontentos. No es para menos
porque el resto de España lleva años sintiendo como un peso insoportable
las insaciables exigencias de todos y cada uno de sus sectores y,
ocasionalmente, alguna voz se atreve a discrepar. Las oligarquías
políticas de estas dos regiones españolas no están, sin embargo,
satisfechas y llevan décadas sembrando el odio a España desde una
educación, unos medios de comunicación y una red clientelar que se
encuentran totalmente bajo su control. Son precisamente esos pilares
los que van a permitir, presumiblemente, volver a ofender a la nación
que los mantiene y a su Jefe de Estado de manera totalmente impune. Es
cierto. Nadie puede entender por qué pitan cuando mantenemos sus
dispendios, cuando soportamos su desprecio y cuando aguantamos sus
dislates pseudo-históricos que lo mismo convierten a Leonardo en catalán
o a Navarra en la primera Euzkadi. Hasta dan ganas de preguntar: ¿Por
qué pitáis si nos sacáis hasta los higadillos? En realidad, deberíamos
ser nosotros
los que pitáramos para expulsaros del campo de juego.
Fuente: larazon.es
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