Bernardo de Gálvez
Hace
tiempo que no les cuento ninguna historieta antigua, de ésas que me
gusta recordar con ustedes de vez en cuando, quizá porque apenas las
recuerda nadie. Me refiero a episodios de nuestra Historia que en otro
lugar y entre otra gente serían materia conocida, argumento de
películas, objeto de libros escolares y cosas así, y que aquí no son más
que tristes agujeros negros en la memoria. Hoy le toca a un personaje
que, paradójicamente, es más recordado en los Estados Unidos que en
España. El fulano, malagueño, se llamaba Bernardo de Gálvez, y durante
la guerra de la independencia americana -España, todavía potencia
mundial, luchaba contra Gran Bretaña apoyando a los rebeldes- tomó la
ciudad de Pensacola a los ingleses. Y como resulta que, cuando me
levanto chauvinista y cabrón, cualquier español que en el pasado les
haya roto la cornamenta a esos arrogantes chulos de discoteca con casaca
roja goza de mi aprecio histórico -otros prefieren el fútbol-, quiero
recordar, si me lo permiten, la bonita peripecia de don Berni. Que fue,
además de político y soldado -luchó también contra los indios apaches y
contra los piratas argelinos-, hombre ilustrado y valiente. Sin duda el
mejor virrey que nuestra Nueva España, hoy Méjico, tuvo en el siglo
XVIII.
Vayamos al turrón: en 1779, al declararse la guerra, don
Bernardo decidió madrugarles a los rubios. Así que, poniéndose en marcha
desde Nueva Orleáns con mil cuatrocientos hombres entre españoles,
milicias de esclavos negros, aventureros y auxiliares indios, cruzó la
frontera de Luisiana para invadir la Florida occidental, tomándoles a
los malos, uno tras otro, los fuertes de Manchak, Baton-Rouge y Natchez,
y cuantos establecimientos tenían los súbditos de Su Graciosa en la
ribera oriental del Misisipí. Al año siguiente volvió con más gente y se
apoderó de Mobile en las napias mismas del general Campbell, que acudía
con banderas, gaitas y toda la parafernalia a socorrer la plaza. En
1781, Gálvez volvió a la carga y estuvo a pique de tomar Pensacola. No
pudo, por falta de gente y recursos -los milagros, en Lourdes-; así que
regresó al año siguiente desde La Habana con tres mil soldados
regulares, auxiliares indios y una escuadra de transporte apoyada por un
navío, dos fragatas y embarcaciones de guerra menores.
La
operación se complicó desde el principio: a los españoles parecía
haberlos mirado un tuerto. Las tropas desembarcaron y empezó el asedio,
pero los dos mil ingleses que defendían Pensacola -el viejo amigo
Campbell estaba al mando- se atrincheraban al fondo de la bahía,
protegida a su vez por una barra de arena que dejaba un paso muy
angosto, cubierto desde el otro lado por un fuerte inglés, donde al
primer intento tocó fondo el navío San Ramón. Hubo que dar media vuelta
y, muy a la española, el jefe de la escuadra, Calvo de Irazábal, se tiró
los trastos a la cabeza con Gálvez. Cuestión de celos, de competencias y
de cada uno por su lado, como de costumbre. Calvo se negó a intentar de
nuevo el paso de la barra. Demasiado peligroso para sus barcos, dijo.
Entonces a Gálvez se le ahumó el pescado: embarcó en el bergantín
Galveztown, que estaba bajo su mando directo, y completamente solo, sin
dejarse acompañar por oficial alguno, arboló su insignia e hizo disparar
quince cañonazos para que los artilleros guiris que iban a intentar
hundirlo supieran bien quién iba a bordo. Luego, seguido a distancia
sólo por dos humildes lanchas cañoneras y una balandra, ordenó marear
velas con la brisa y embocar el estrecho paso. Así, ante el pasmo de
todos y bajo el fuego graneado de los cañones ingleses, el bergantín
pasó lentamente con su general de pie junto a la bandera, mientras en
tierra, corriendo entusiasmados por la orilla de la barra de arena, los
soldados españoles lo observaban vitoreando y agitando sombreros cada
vez que un disparo enemigo erraba el tiro y daba en el mar. Al fin, ya a
salvo dentro de la bahía, el Galveztown echó el ancla y, muy flamenco,
disparó otros quince cañonazos para saludar a los enemigos.
Al
día siguiente, con un cabreo del catorce, el jefe de escuadra Calvo de
Irazábal se fue a La Habana mientras el resto de la escuadra penetraba
en la bahía para unirse a Gálvez. Y al cabo de dos meses de combates, en
«esta guerra que hacemos por obligación y no por odio», según escribió
don Bernardo a su adversario Campbell, los ingleses se tragaron el sapo y
capitularon, perdiendo la Florida occidental. Por una vez, los reyes no
fueron ingratos. Por lo de la barra de Pensacola, Carlos III concedió a
Gálvez el título de conde, con derecho a lucir en su escudo un
bergantín con las palabras «Yo solo»; aunque en justicia le faltó
añadir: «y con dos cojones». En aquellos tiempos, los reyes eran gente
demasiado fina.
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