La carga de los tres reyes
Ya ni siquiera se estudia en los colegios,
creo. Moros y cristianos degollándose, nada menos. Carnicería
sangrienta. Ese medioevo fascista, etcétera. Pero es posible que,
gracias a aquello, mi hija no lleve hoy velo cuando sale a la calle.
Ocurrió hace casi ocho siglos justos, cuando tres reyes españoles
dieron, hombro con hombro, una carga de caballería que cambió la
historia de Europa. El próximo 16 de julio se cumple el 798 aniversario
de aquel lunes del año 1212 en que el ejército almohade del Miramamolín
Al Nasir, un ultrarradical islámico que había jurado plantar la media
luna en Roma, fue destrozado por los cristianos cerca de Despeñaperros.
Tras proclamar la yihad -seguro que el término les suena- contra los
infieles, Al Nasir había cruzado con su ejército el estrecho de
Gibraltar, resuelto a reconquistar para el Islam la España cristiana e
invadir una Europa -también esto les suena, imagino- debilitada e
indecisa.
Los paró un rey castellano, Alfonso VIII. Consciente de
que en España al enemigo pocas veces lo tienes enfrente, hizo que el
papa de Roma proclamase aquello cruzada contra los sarracenos, para
evitar que, mientras guerreaba contra el moro, los reyes de Navarra y de
León, adversarios suyos, le jugaran la del chino, atacándolo por la
espalda. Resumiendo mucho la cosa, diremos que Alfonso de Castilla
consiguió reunir en el campo de batalla a unos 27.000 hombres, entre los
que se contaban algunos voluntarios extranjeros, sobre todo franceses, y
los duros monjes soldados de las órdenes militares españolas. Núcleo
principal eran las milicias concejiles castellanas -tropas populares,
para entendernos- y 8.500 catalanes y aragoneses traídos por el rey
Pedro II de Aragón; que, como gentil caballero que era, acudió a
socorrer a su vecino y colega. A última hora, a regañadientes y por no
quedar mal, Sancho VII de Navarra se presentó con una reducida peña de
doscientos jinetes -Alfonso IX de León se quedó en casa-. Por su parte,
Al Nasir alineó casi 60.000 guerreros entre soldados norteafricanos,
tropas andalusíes y un nutrido contingente de voluntarios fanáticos de
poco valor militar y escasa disciplina: chusma a la que el rey moro,
resuelto a facilitar su viaje al anhelado paraíso de las huríes, colocó
en primera fila para que se comiera el primer marrón, haciendo allí de
carne de lanza.
La escabechina, muy propia de aquel tiempo feroz, hizo
época. En el cerro de los Olivares, cerca de Santa Elena, los cristianos
dieron el asalto ladera arriba bajo una lluvia de flechas de los
temibles arcos almohades, intentando alcanzar el palenque fortificado
donde Al Nasir, que sentado sobre un escudo leía el Corán, o hacía el
paripé de leerlo -imagino que tendría otras cosas en la cabeza-, había
plantado su famosa tienda roja. La vanguardia cristiana, mandada por el
vasco Diego López de Haro, con jinetes e infantes castellanos,
aragoneses y navarros, deshizo la primera línea enemiga y quedó frenada
en sangriento combate con la segunda. Milicias como la de Madrid fueron
casi aniquiladas tras luchar igual que leones de la Metro Goldwyn Mayer.
Atacó entonces la segunda oleada, con los veteranos caballeros de las
órdenes militares como núcleo duro, sin lograr romper tampoco la
resistencia moruna. La situación empezaba a ser crítica para los
nuestros -porque sintiéndolo mucho, señor presidente, allí los
cristianos eran los nuestros-; que, imposibilitados de maniobrar, ya no
peleaban por la victoria, sino por la vida. Junto a López de Haro, a
quien sólo quedaban cuarenta jinetes de sus quinientos, los caballeros
templarios, calatravos y santiaguistas, revueltos con amigos y enemigos,
se batían como gato panza arriba. Fue entonces cuando Alfonso VII,
visto el panorama, desenvainó la espada, hizo ondear su pendón, se puso
al frente de la línea de reserva, tragó saliva y volviéndose al
arzobispo Jiménez de Rada gritó: «Aquí, señor obispo, morimos todos».
Luego, picando espuelas, cabalgó hacia el enemigo. Los reyes de Aragón y
de Navarra, viendo a su colega, hicieron lo mismo. Con vergüenza torera
y un par de huevos, ondearon sus pendones y fueron a la carga espada en
mano. El resto es Historia: tres reyes españoles cabalgando juntos por
las lomas de Las Navas, con la exhausta infantería gritando de
entusiasmo mientras abría sus filas para dejarles paso. Y el combate
final en torno al palenque, con la huida de Al Nasir, el degüello y la
victoria.
¿Imaginan la película? ¿Imaginan ese material en manos de ingleses, o norteamericanos? Supongo que sí. Pero tengan la certeza de
que, en este país imbécil, acomplejado de sí mismo, no la rodará ninguna
televisión, ni la subvencionará jamás ningún ministerio de Educación,
ni de Cultura.
Fuente: www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/546/la-carga-de-los-tres-reyes/
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