"Tanto leer me está gastando los ojos. Pero entender lo que no entendía, hacerme sabio, bien vale la pena...". Adelanto en exclusiva del diario que el filósofo pidió que no se publicara hasta después de su muerte. Reflexiones y ensayos con heroína: "Será un escándalo".
17 de octubre: «Tanto leer me está gastando los ojos. Pero entender lo que no entendía, hacerme sabio, bien vale la pena».
Apenas hace una semana de su muerte y Antonio Escohotado ya ha empezado a pronunciarse. Su espíritu acaba de hablar a través de un diario de tapas de corcho, al que ha tenido acceso Crónica, que el filósofo empezó a escribir a mano en los años 90, y cuyo destino era la publicación después de su muerte.
El libro, o más bien la libreta de más de un centenar de páginas, es una sucesión de breves reflexiones, ideas y aforismos. O como decía el Antonio más prosaico: «Cuando se me ocurre algo que vale la pena lo apunto». Pero también un dietario de su régimen farmacológico, inspirándose en Confesiones de un opiómano inglés, de Thomas de Quincey, donde experimenta los efectos de las sustancias químicas en las emociones, en la percepción humana, y en su plasmación como literatura.
«Este diario permitirá a mi familia pagar sobradamente mi entierro, seguro que será un escándalo, y un best seller», comentaba con sorna Antonio engordando el interés. Y también: «No lo publico antes de morir por si viene una turba gris a quemarme la casa». De momento, explica su hijo y albacea literario, Jorge Escohotado, la familia «no ha cerrado su publicación con ninguna editorial, ni tiene previsto sacarlo a la luz al menos hasta 2023».
7 de octubre: «Justo antes de despertar sentí lo que Heráclito anunciara con 'una luz que se enciende en la oscuridad', ojalá una vida sea una llama que al apagarse devuelve la paz del nos ser».
14 de octubre: «Vejez y bondad. Dos moscas copularon a dos palmos de mis ojos, al menos dos horas largas. Luego, cuando volvieron a volar, les enseñé el matamoscas pero no lo usé».
29 de julio: «Psicoanálisis. Noble ocupación la introspectiva, pero no está claro que explicar con ingenio el origen de una reacción vaya a cambiarla. No está claro que baste saber. En mi caso, por ejemplo, las formaciones reactivas, teniendo al fondo un complejo de inferioridad. Con los ánimos, se diría que los alivia un oidor consejero mucho más que su interpretación genética. Y los alivia porque el sujeto pide compañía, atención, no luz. Quien busca luz, sólo eso, jamás acude a un psicoanalista. Sin embargo, quien busca luz no para de psicoanalizarse».
4 de octubre: «Lo que llamamos crímenes de lesa humanidad son ultrajes a nuestra decencia como especie, pues de convertirlos en imperativo categórico, desapareceríamos rápidamente».
«Pero es un maravilloso continente, por fino y traslúcido, que nos recuerda la superioridad de la técnica sobre todo el resto de los actos. Por fortuna un animal todavía tan adepto a la arbitrariedad como el humano descubrió como contrapartida razonable lo útil, mal que le pese al romántico. Vamos a la zaga de la invención inteligente, y eso es quizá el único antídoto eficaz para el irresponsable 'me da la gana' que tantos custodian como esencia de lo Satisfactorio».
BIOENSAYO SOBRE LOS OPIÁCEOS
Mientras Aprendiendo de las drogas fue un bioensayo esporádico, su obra póstuma incluye «un bioensayo crónico», explica Jorge Escohotado, «centrado principalmente en la familia de los opiáceos, y en el que mi padre va probando cronológicamente sustancias, dosis y calidades». El filósofo, añade su hijo, «experimenta con heroína, opio, y derivados como la oxicodona y el fentanilo, convencido de que la heroína retrasaba el metabolismo, bajaba el latido del corazón, aumentaba el sueño, reducía el apetito sexual y quitaba el hambre, lo que la convertía en una sustancia que podría llegar a utilizarse para cronificar enfermedades como el cáncer».
«Al estar escrito a mano, a lo largo de los años, con distintos bolígrafos y plumas, permite atisbar el ánimo con el que ese día escribía ese día mi padre», cuenta Jorge. Como también el avance del párkinson, que le obligó a dar por concluido el libro justo antes de partir hacia Ibiza en junio de 2020, en un viaje sin retorno. Entonces se sirvió de la mano de este redactor para seguir adelante. «Yo soy mi paciente. Yo soy el cobaya de la humanidad. Sé que la heroína es perfectamente compatible con la vida (...) Es un fármaco tremendamente activo. En pequeñas cantidades produce grandes efectos (...) Tomo drogas para sentirme mejor (...) pero hay que ser elegante, 'mesurao', responsable, y encontrar lo que buscas (...) Marco Aurelio, el más sabio y noble de los emperadores, desayunaba, casualmente, todos los días, un haba de opio de Egipto con vino caliente. Con eso le bastaba. Hoy por cierto, estoy así de feliz porque he tomado también un haba», cuenta en Los penúltimos días de Escohotado (La Esfera).
6 de mayo: «La regla de no revisar lo escrito me impide precisar si la última mención a dosis subrayaba algo semejante a con dos al mes voy sobrado. Sandez grande, pues ando en torno a tres y bajando de cuatro, sencillamente porque la sedentariedad -para acabar el Tomo II- me condenaba a aumentar sin beneficio, logrando tan sólo una mano temblorosa y un espíritu sombrío. Perdí peso y apetito, ya empezaba a conformarme con esperar señal más precisa de fallo sistémico, pero la buena de Nieves me llamó la atención y le prometí pelear con ejercicio. Pasaron quince días; pasé de una tabla alterna a dos tablas diarias, con paseos cotidianos, y volvieron la fuerza, el apetito y el peso. Vuelven a valer los tres gramos, que por supuesto siguen siendo misteriosos por lo que respecta a su composición y la consoladora certeza de que el esfuerzo crea endorfinas».
10 de mayo: «La luz se fue hace algunos minutos, a las 4.55 PM, dejándome rabioso porque estaba trabajando con provecho, y todo colapsa. Qué fantástico grado de dependencia guardamos con la corriente eléctrica. Pero como no me rindo, enciendo una vela acorde con estos tiempos -de medida fina y poca llama- vuelvo a la tinta. Me habré pasado un mes largo con problemas de temblor en la mano, que cesó cuando volví a darle caña al cuerpo, y era inquietante que las emes y otras letras saliesen mal hechas, como terminadas antes de empezarse, y lo atribuyo a que el caballo carga la mano con un temblor».
4 de octubre: «Consentirme una línea mayor de la debida me castiga con un temblor de mano, y me costó escribir lo previo. No repetiré dosis hasta haber agotado el exceso. Tampoco es tan difícil respetarse con algo más de disciplina, anteponiendo otra vez la elegancia a la avidez».
Antonio se autoimpuso la norma de no releer nunca lo escrito en este diario, por lo que se ven tachones, mayúsculas y signos de puntuación colocados aleatoriamente. Se saltó la norma en el verano de 2016, como excepción para confirmar la regla, y leerle varios renglones a la periodista Nuria Richart, durante una serie que Libertad Digital hizo sobre las bibliotecas de varios escritores: «Para no acabar en un pataleo patético ante la Parca, ir envejeciendo debe usarse para aprender el desapego, reduciendo paso a paso un instinto de conservación, que nos ayudó a sobrellevar dificultades, pero resulta progresivamente absurdo».
Durante su entrevista, grabada cinco años antes de su muerte, ya advertía cómo afrontaría el final de sus días: «Si la vida se despide de ti, lo mejor es decir hasta luego. Es que es tremendo, hay gente que la vida se despide de ellos y de repente se aferran especialmente a ella, y te dicen, pues ahora es cuando quiero vivir, cuando resulta que tiene un cáncer horrendo. Pues ahora voy a luchar, y ahora me voy a quedar. Pero si ya tienes 80 años, por qué».
-A lo mejor somos así, es inevitable -le cuestionaba Nuria.
-Yo espero no ser así, pero hasta el último momento no se puede decir, porque podría ser como una bravata... ya veremos.
Y al final no sólo no fue así, sino que se mantuvo firme en su intención de dejarse morirse nada más aterrizar en la isla cinco años después, y morir a los 80 años que ya le ponía como presunto ejemplo aleatorio a Richart.
13 de septiembre: «...Durante buena parte de sus vidas optan por cuidarse muchísimo, cuando de nada sirve, ofreciendo así la última manifestación de una existencia equivocada durante la adolescencia, cuando consolidaron su deseo de hacer lo mínimo para disfrutar al máximo. Apartando el tribunal de la muerte como si no fuese con ellos. Prefiriendo la voz de la complacencia inmediata a la voz de la conciencia, de repente un papel con cifras, y alguien con bata blanca pone plazo a algo que nunca dejó de tenerlo. Y no haber progresado en el desapego, convierte sus vidas en el equivalente para los animales a estar en una embarcación que está en llamas. Que gran ridículo, y al tiempo qué merecido».
28 de enero de 2012: «Tantos amigos torturados por confiar en la revisión de sus fluidos. Llamar preventiva a una medicina que diagnostica males incurables es un contrasentido, ni más ni menos ridículo que prometer la vida eterna a través de la automomificación. Tanto hablar del sistema inmunitario, y ni un solo estudio sobre la bajada de defensas aparejada al diagnóstico del cáncer».
Escota, como le llamaban cariñosamente sus hijos y amigos íntimos, no quería morir en un hospital y no lo hizo. Lo hizo en la Policlínica Nuestra Señora del Rosario, construida como en Poltergeist, sobre un cementerio, el que fuera el más grande de la antigüedad, la necrópolis fenicia de Puig des Molins. Poco antes de las 7.30 del pasado domingo, espíritus con el óbolo de Caronte bajo la lengua debieron susurrarle al filósofo que había que pagarle al barquero, para que le llevara al otro lado de la laguna estigia, al mundo de los muertos, y entonces le pidió a su hijo Antonio que le metiera un bombón en la boca.
Jorge, al ver llegar el final, le colocó sobre el pecho un teléfono móvil, y le puso sus dos canciones favoritas, las mismas que sonaron día y medio después en el cementerio de Santa Inés, Go your own way de Fleetwood Mac, y These Days, de Jackson Brown, ambas que tocaba a la guitarra y cantaba el propio Escohotado. Pero el filósofo se marchó antes de que acabara la letra, porque quizá ocurrió lo que sospechaba en Los penúltimos días: «Una de dos, o mi flujo se apaga, y entonces viene un eterno silencio tranquilísimo al que me considero acreedor y merecedor, o bien hay algo más. (...) Román, mi hijo perdido, mis padres, todo el mundo espiritual de primer tipo que ha llenado mi vida. O sea, de alguna manera, revive la memoria. Resucita entera. Y en el delirio de mi imaginación digo, a lo mejor aparece Román. Eso es lo que pienso».
Hacía una semana que la muerte de Antonio parecía inminente porque, inconcebible sin un cigarrillo o un porro entre los dedos, de repente había dejado de fumar. Un edema en los pies fue ascendiendo hasta las manos. Luego se le encharcaron los pulmones. Y entonces empezó a retransmitir a sus allegados el fallo multiorgánico que horas después acabaría con su vida, como si retransmitiera un centro al área del Real Madrid en una de sus columnas en La galerna, donde no remata ningún jugador: fallo del hígado, fallo renal y fallo del corazón.
29 de abril: «Me asalta el temor de que el día de mi agonía vengan a agravarla los corazones rotos durante el largo extravío de mi vida como mujeriego. Qué lejos me encuentro de aquel hombre, con el que tanto me identifiqué. Eso gané, por otra parte, y gracias a ello contemplo más serenamente el ocaso, por no mencionar la inmensa ventaja de haber encontrado al fin la mujer debida».