En tiempos de Franco, un ministro llamado
José Solís –natural de Cabra, en Córdoba– dijo en las Cortes: «Menos
latín y más deporte; porque ¿para qué sirve hoy el latín?»; a lo que el
catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso respondió: «Sirve para que a
ustedes, los de Cabra, los llamen egabrenses y no otra cosa». La
anécdota es muy conocida; pero está de más actualidad que nunca, con la
enésima ofensiva de la gentuza que gobierna o ha gobernado, que esta vez
es final y de exterminio contra la enseñanza escolar de las lenguas
clásicas. Nada tiene que ver con ideologías de izquierda o derecha, pues
todos los gobiernos españoles desde hace sesenta años, sin excepción,
han clavado a martillazos la tapa del ataúd con el que de modo tan
imbécil se entierran las claves de lo que somos y podríamos ser: la
civilización europea con su cultura, sus leyes, sus derechos y su
libertad de pensamiento. El código que permite interpretar el mundo en
que vivimos.
El último disparate mortal es el
anteproyecto de la nueva ley orgánica que modificará la de Educación.
Por primera vez desde 1857, desaparece cualquier referencia a las
asignaturas de Latín y Griego. La materia de Cultura Clásica, que
descafeína y diluye el asunto, sólo se menciona como optativa, pero
acompañada de tantas otras como deseen las autoridades –importante,
tratándose del multiputiferio educativo español– de las diferentes
comunidades autónomas. Lo que, en la práctica, significa que verdes las
van a segar. Calculen ustedes si ante el estudio del silbo gomero o la
sobrasada mallorquina el Latín o el Griego van a tener alguna
posibilidad; y más en esta España secular y gozosamente inculta, en la
que hace casi un par de siglos aquel palurdo del artículo de Larra decía
que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba con la gramática parda.
Las
razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío
relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la
educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y
humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan
la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por
profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores
a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican
un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico
si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el
término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les enseñaba.
La
superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las ciencias
de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que roe las
bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español puede pasar
su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio –y tampoco,
que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús–; y lo que es aún más
triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno –palabra de
origen griego– en matemáticas sin saber que esa materia se llama así
porque viene del griego mathema, que significa conocimiento, como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un fan (del latín fanaticus) de El Señor de los Anillos sin saber que lo del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o sabiéndose de memoria Juego de Tronos, ignorando que fue Homero quien fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier
joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y en sus
mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros, necesita un
Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles, un Ovidio, un
Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de interpretar en su
totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser humano. En ellos
encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y consuelo. Que no es
poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese joven a verse más
perdido, más indefenso y más solo en los combates que la vida le hará
librar. Por eso es tan importante que pese a los políticos ruines y
analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad estúpida que los
abandona e ignora, los profesores (latín, professor), los
maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas. Que
los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura,
incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la
fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos sólo sean los 700
tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo
podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie
se acuerda.
Fuente : www.zendalibros.com
n tiempos
de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra, en Córdoba—
dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve
hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso
respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen
egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero está de
más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que
gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la
enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con
ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles
desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la
tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de
lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura,
sus armas, sus leyes y su libertad de pensamiento. El código que permite
interpretar el mundo en que vivimos.
https://www.milenio.com/opinion/arturo-perez-reverte/escrito-en-espana/mas-latin-y-menos-imbeciles?fbclid=IwAR38dyBtXh5z1xFznBDGtfdtFn9nVZbG2e7tfDb2njIkF6y6P-TJGpUJAME
n tiempos
de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra, en Córdoba—
dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve
hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso
respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen
egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero está de
más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que
gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la
enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con
ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles
desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la
tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de
lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura,
sus armas, sus leyes y su libertad de pensamiento. El código que permite
interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante
el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el
Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda.
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío
relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la
educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y
humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan
la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por
profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores
a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican
un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico
si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el
término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los
niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les
enseñaba.
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las
ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que
roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español
puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y
tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún
más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno
—palabra de origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se
llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento,
como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un
fan (del latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo
del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y
Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o
sabiéndose de memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien
fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y
en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros,
necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles,
un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de
interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser
humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y
consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese
joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que
la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los
políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad
estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor),
los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas.
Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura,
incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la
fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos solo sean los 700
tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo
podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie
se acuerda.
* Miembro de la Real Academia Española
n tiempos de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra,
en Córdoba— dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para
qué sirve hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo
Muñoz Alonso respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los
llamen egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero
está de más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza
que gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio
contra la enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver
con ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos
españoles desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a
martillazos la tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se
entierran las claves de lo que somos y podríamos ser: la civilización
europea con su cultura, sus armas, sus leyes y su libertad de
pensamiento. El código que permite interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante
el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el
Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda. Las razones de este disparate al que nadie pone
límites no es asunto mío relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo.
El hecho actual es que la educación escolar en España, que en
conocimiento del mundo clásico y humanidades consiste en textos cada vez
más infantilizados que insultan la inteligencia de alumnos y padres,
lleva décadas dirigida no por profesores, sino por sociólogos y
pedagogos que enseñan a los profesores a enseñar. Y hay pedagogos
excelentes, pero también otros que practican un nocivo fanatismo
igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico si consideramos que
en la antigüedad griega, de donde procede el término, el pedagogo
(paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los niños a la escuela y
el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les enseñaba. La
superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las ciencias
de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que roe las
bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español puede pasar
su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y tampoco,
que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún más
triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno —palabra de
origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se llama así
porque viene del griego mathema, que significa conocimiento, como del
griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un fan (del
latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo del anillo
que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y Platón. Puede
ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o sabiéndose de
memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien fijó las raíces
de ese fascinante mundo. Cualquier joven que se enfrente a la realidad
de la vida en sus peores y en sus mejores aspectos, sobre todo cuando
llegan tiempos duros, necesita un Newton y un Darwin; pero también un
Virgilio, un Sófocles, un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin
ellos será incapaz de interpretar en su totalidad el paisaje hostil por
el que se mueve el ser humano. En ellos encontrará soluciones o, al
menos, explicaciones y consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades
mueren, condenaremos a ese joven a verse más perdido, más indefenso y
más solo en los combates que la vida le hará librar. Por eso es tan
importante que pese a los políticos ruines y analfabetos, a los padres
apáticos, a la sociedad estúpida que los abandona e ignora, los
profesores (latín, professor), los maestros, no se rindan en sus
particulares y actuales Termópilas. Que los que aún creen en la lucha
heroica, aunque ésta sea oscura, incomprendida, sigan dispuestos a morir
matando persas, aunque luego la fama se la lleven los 300 hoplitas
espartanos, y ellos solo sean los 700 tespios, los 400 tebanos o los
centenares de ilotas que, habiendo podido huir aquel día, decidieron
caer con Leónidas, y de los que nadie se acuerda. * Miembro de la Real
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delito de conformidad con las leyes aplicables.
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dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve
hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso
respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen
egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero está de
más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que
gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la
enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con
ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles
desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la
tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de
lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura,
sus armas, sus leyes y su libertad de pensamiento. El código que permite
interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante
el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el
Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda.
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío
relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la
educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y
humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan
la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por
profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores
a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican
un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico
si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el
término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los
niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les
enseñaba.
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las
ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que
roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español
puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y
tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún
más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno
—palabra de origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se
llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento,
como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un
fan (del latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo
del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y
Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o
sabiéndose de memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien
fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y
en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros,
necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles,
un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de
interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser
humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y
consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese
joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que
la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los
políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad
estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor),
los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas.
Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura,
incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la
fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos solo sean los 700
tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo
podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie
se acuerda.
* Miembro de la Real Academia Española
n tiempos de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra,
en Córdoba— dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para
qué sirve hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo
Muñoz Alonso respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los
llamen egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero
está de más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza
que gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio
contra la enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver
con ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos
españoles desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a
martillazos la tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se
entierran las claves de lo que somos y podríamos ser: la civilización
europea con su cultura, sus armas, sus leyes y su libertad de
pensamiento. El código que permite interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante
el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el
Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda. Las razones de este disparate al que nadie pone
límites no es asunto mío relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo.
El hecho actual es que la educación escolar en España, que en
conocimiento del mundo clásico y humanidades consiste en textos cada vez
más infantilizados que insultan la inteligencia de alumnos y padres,
lleva décadas dirigida no por profesores, sino por sociólogos y
pedagogos que enseñan a los profesores a enseñar. Y hay pedagogos
excelentes, pero también otros que practican un nocivo fanatismo
igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico si consideramos que
en la antigüedad griega, de donde procede el término, el pedagogo
(paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los niños a la escuela y
el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les enseñaba. La
superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las ciencias
de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que roe las
bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español puede pasar
su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y tampoco,
que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún más
triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno —palabra de
origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se llama así
porque viene del griego mathema, que significa conocimiento, como del
griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un fan (del
latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo del anillo
que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y Platón. Puede
ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o sabiéndose de
memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien fijó las raíces
de ese fascinante mundo. Cualquier joven que se enfrente a la realidad
de la vida en sus peores y en sus mejores aspectos, sobre todo cuando
llegan tiempos duros, necesita un Newton y un Darwin; pero también un
Virgilio, un Sófocles, un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin
ellos será incapaz de interpretar en su totalidad el paisaje hostil por
el que se mueve el ser humano. En ellos encontrará soluciones o, al
menos, explicaciones y consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades
mueren, condenaremos a ese joven a verse más perdido, más indefenso y
más solo en los combates que la vida le hará librar. Por eso es tan
importante que pese a los políticos ruines y analfabetos, a los padres
apáticos, a la sociedad estúpida que los abandona e ignora, los
profesores (latín, professor), los maestros, no se rindan en sus
particulares y actuales Termópilas. Que los que aún creen en la lucha
heroica, aunque ésta sea oscura, incomprendida, sigan dispuestos a morir
matando persas, aunque luego la fama se la lleven los 300 hoplitas
espartanos, y ellos solo sean los 700 tespios, los 400 tebanos o los
centenares de ilotas que, habiendo podido huir aquel día, decidieron
caer con Leónidas, y de los que nadie se acuerda. * Miembro de la Real
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de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra, en Córdoba—
dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve
hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso
respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen
egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero está de
más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que
gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la
enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con
ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles
desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la
tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de
lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura,
sus armas, sus leyes y su libertad de pensamiento. El código que permite
interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
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Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda.
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío
relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la
educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y
humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan
la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por
profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores
a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican
un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico
si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el
término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los
niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les
enseñaba.
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las
ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que
roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español
puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y
tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún
más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno
—palabra de origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se
llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento,
como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un
fan (del latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo
del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y
Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o
sabiéndose de memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien
fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y
en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros,
necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles,
un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de
interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser
humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y
consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese
joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que
la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los
políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad
estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor),
los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas.
Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura,
incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la
fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos solo sean los 700
tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo
podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie
se acuerda.
* Miembro de la Real Academia Española
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta
página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO S.A. DE C.V.; su
reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de
conformidad con las leyes aplicables.
https://www.milenio.com/opinion/arturo-perez-reverte/escrito-en-espana/mas-latin-y-menos-imbeciles?fbclid=IwAR38dyBtXh5z1xFznBDGtfdtFn9nVZbG2e7tfDb2njIkF6y6P-TJGpUJAME
n tiempos
de Franco, un ministro llamado José Solís —natural de Cabra, en Córdoba—
dijo en las Cortes: “Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve
hoy el latín?”; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso
respondió: “Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen
egabrenses y no otra cosa”. La anécdota es muy conocida; pero está de
más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que
gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la
enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con
ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles
desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la
tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de
lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura,
sus armas, sus leyes y su libertad de pensamiento. El código que permite
interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica
que modificará la de Educación en España. Por primera vez desde 1857,
desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La
materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, solo se
menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen
—importante, tratándose del multiputiferio educativo español— las
autoridades de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la
práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante
el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el
Griego van a tener alguna posibilidad. Y más en esta España secular y
gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo
del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba
con la gramática parda.
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío
relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la
educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y
humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan
la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por
profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores
a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican
un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico
si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el
término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los
niños a la escuela y el maestro (megas, didáskalos, magister) quien les
enseñaba.
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las
ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que
roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español
puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio —y
tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús—; y lo que es aún
más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno
—palabra de origen griego— en matemáticas sin saber que esa materia se
llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento,
como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un
fan (del latín fanaticus) de El señor de los anillos sin saber que lo
del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y
Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o
sabiéndose de memoria Juego de tronos, ignorando que fue Homero quien
fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y
en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros,
necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles,
un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de
interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser
humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y
consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese
joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que
la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los
políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad
estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor),
los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas.
Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura,
incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la
fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos solo sean los 700
tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo
podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie
se acuerda.
* Miembro de la Real Academia Española
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta
página, mismo que es propiedad de MILENIO DIARIO S.A. DE C.V.; su
reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de
conformidad con las leyes aplicables.
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