Un día, mientras terminaba su cuarta serie mañanera de tres mil
quinientos abdominales colgado del último listón de la espaldera ante la
atenta mirada de su perrita Gufa, José María Aznar López
decidió que en España no podía haber nadie más progre que él. "Si el
carca de González empezó a transferir competencias a las autonomías
–pensó–, yo las traspaso todas de golpe pase lo que pase". Y así comenzó
nuestra tragedia.
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Estábamos a comienzos del año 2002, con la economía como un tiro y
perspectivas de que el PP estuviera en el Gobierno por lo menos dos
décadas. Tomada la decisión, los equipos técnicos de los ministerios de
Sanidad y Educación comenzaron las reuniones con sus pares autonómicos
para diseñar el traspaso de poderes sanitarios y educativos.
En el primer caso, menos complejo que el segundo, se valoraron los
gastos que costaba la sanidad pública en cada comunidad autónoma. Como
las arcas estatales estaban llenas a rebosar, se incrementó el total con
un porcentaje generoso, y tras el acuerdo de las autonomías se
traspasaron las competencias completas en la materia a las diez que aún
no las ejercían.
El efecto inmediato fue una fuerte subida de los gastos de personal,
porque la administración estatal española siempre ha sido muy rigurosa
en la manejo del dinero y el Insalud no era precisamente la excepción.
Los empleados estatales (administrativos, celadores, auxiliares,
enfermeras y facultativos) que a partir de ese momento engrosarían las
plantillas autonómicas experimentaron fuertes subidas salariales, porque
sus pares autonómicos, además de estar ociosos porque no tenían
competencias que ejercer, cobraban bastante más que los empleos
equivalentes en la escala sanitaria del Estado, y lo obligado era
homologar los sueldos con las franjas más elevadas.
Pero
es que, además, a finales de mayo de 2003 estaban convocadas las
elecciones autonómicas, con lo que las transferencias sanitarias se
asumieron a poco más de un año de la cita electoral. De forma natural,
los políticos autonómicos centraron su campaña en los extraordinarios
beneficios derivados de que la sanidad quedara en sus manos, y para que
la ciudadanía comenzara a apreciar las ventajas del invento se lanzaron a
una carrera alocada de promesas relacionadas con la construcción de
consultorios, ambulatorios y hospitales, fueran más o menos necesarios,
cuestión que a nadie se le pasó entonces por la cabeza.
En poco tiempo no hubo pedanía que no contara con un consultorio de
nueva planta, con su correspondiente dotación de personal haciendo
turnos y cobrando las horas extraordinarias y las guardias
correspondientes. A ese descontrol en la inversión se sumó la incuria de
la clase autonómica a la hora de gestionar contratos y suministros, sin
contar con las comisiones habituales en este tipo de transacciones, que
el Parlamento catalán cifró en el 3%, estimación sin duda muy
conservadora, como después se comprobó.
El resultado de todo el proceso, una vez quedó consolidado el nuevo
mapa sanitario, es que la casta autonómica se pulió la financiación
estatal –con la derrama añadida que un generoso Aznar añadió en nuestro
nombre–, así como los sucesivos incrementos de la financiación
autonómica por este concepto. Actualmente no hay uno sólo de los 17
sistemas sanitarios que no arrastre una deuda más que significativa,
facturas de varios años sin pagar aparte.
¿En educación? Pues igual, para qué vamos a distinguir. Con las
transferencias a las autonomías, embrutecer a los españoles del mañana
nos sale también mucho más caro que cuando la promoción de la burricie
se organizaba únicamente desde un despacho de Madrid a las órdenes de
Solana, Maravall, Rubalcaba y Marchesi, Logse mediante.
Y lo mejor de todo es que el proceso no parece tener marcha atrás.
Estamos condenados a pagar mucho más por dos servicios que la
descentralización política –la administrativa ya existía en todas las
provincias– ha convertido en insostenibles para nuestra pobre economía.
Tan grave es la situación, que hasta Aznar ha reconocido esta semana que
el problema de España no es otro que el diseño del Estado autonómico.
Pena que no hubiera caído en ese detalle diez años atrás. Allí, en La
Moncloa, con sus perritos Zico y Grifa de testigos, que sin duda habrían emitido un alegre ladrido en son de conformidad.
Fuente:libertaddigital.com
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