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lunes, 15 de noviembre de 2021

«Sangre de Hispania fecunda» - Andrés Amorós

                                                    Andrés Amorós, autor de este artículo

«Releo ahora algunos poemas de Rubén Darío a la vez que escucho voces ignorantes y sectarias, contra la Hispanidad. La noble retórica del poeta ya no está de moda, por desgracia, pero sigue absolutamente vivo y debe seguir guiándonos su mensaje: la perenne esperanza en la ‘sangre de Hispania fecunda’»


 
  
Rubén Darío

 

Hace muchos años, un rey de Suecia y Noruega, Óscar II, aficionado a la poesía, que había traducido a su idioma algunos poemas sobre El Cid y estaba de viaje por el sur de Francia, cruzó la frontera por Hendaya y, al pisar suelo español en Fuenterrabía, gritó: «¡Viva España!». La anécdota la recogieron los principales periódicos franceses y, lógicamente, tuvo mucho eco en España. Uno de nuestros poetas le dedicó al rey sueco un poema, agradeciéndole su gesto, en nombre de los héroes de nuestra historia:

«Sire de ojos azules, gracias: por los laureles / de cien bravos vestidos de honor (...) / por Lepanto y Otumba; por el Perú, por Flandes; / por Isabel que cree, por Cristóbal

 que sueña / y Velázquez que pinta y Cortés que domeña (...)/ por el león simbólico y la Cruz, gracias, Sire».

Si a algún insensato poeta español se le ocurriera escribir hoy algo semejante, probablemente lo tildarían de fascista y franquista. No encajarían las fechas: el gesto del rey Oscar II lo divulgó el periódico ‘Le Figaro’ en marzo de 1899, cuando todavía no había nacido el fascismo y cuando Franco tenía la tierna edad de siete añitos. A ese hipotético poeta, además, probablemente le sugerirían, desde el Vaticano, que pidiera perdón, por las referencias a los conquistadores.

También es posible que lo acusaran de rancio, localista y provinciano. En realidad, él escribía en español pero ni siquiera había nacido en España, sino en Metapa (Nicaragua) y se llamaba Félix Rubén García Sarmiento; su nombre literario, Rubén Darío. En ese momento, contaba treinta y dos años y había publicado ya dos libros decisivos, ‘Azul’ y ‘Prosas profanas’, que trajeron a España el modernismo: la gran renovación de nuestra lírica, influída por la poesía francesa de los parnasianos y simbolistas. Por eso, en su tiempo, algunos llegaron a acusarlo de todo lo contrario, de cosmopolita y afrancesado.

Lo resumió certeramente Carlos Bousoño en ABC, en 1988, con motivo del centenario de ‘Azul’: «Rubén Darío es el origen verdadero de toda la poesía en lengua española de nuestro siglo».

Por primera vez vino a España en 1892, con motivo del centenario del descubrimiento de América. La segunda vez, en el año que da nombre a la generación del noventayocho, de cuyas primeras figuras se hizo gran amigo; sintió, con ellos, una honda preocupación por la regeneración de España y por el futuro de Hispanoamérica. Por eso, concluyó su poema ‘Al rey Óscar’ con un mensaje de esperanza, en rotundos alejandrinos:

«¡Mientras el mundo aliente, mientras la esfera gire, / mientras la onda cordial alimente un ensueño, / mientras haya una viva pasión, un noble empeño, / un buscado imposible, una imposible hazaña, / una América oculta que hallar, vivirá España!».

Comenta Pedro Salinas, en un libro magistral, desde el exilio: «Pocas tiradas de poesías habrá escritas tan noblemente en castellano para exaltar a un pueblo en sus obras y en sus días, siglo tras siglo, que las fueron viendo nacer».

Como precisó mi amigo Guillermo de Torre, Rubén no se consideraba poeta de Nicaragua, ni de El Salvador, ni de Chile, ni de la Argentina, ni siquiera de España. ¿De dónde, entonces? Así se definía, en uno de sus poemas: «Soy un hijo de América, soy un nieto de España». Y, a propósito de los ‘Cantos de vida y esperanza’, su gran libro: «Español de América y americano de España». Y remachaba: «¡Hispania por siempre!».

El amor a España le inspiró alguno de sus mejores poemas. En 1904, cinco años después de haber dado las gracias al rey de Suecia, se dirige Rubén en un tono muy diferente a Roosevelt, el presidente de los Estados Unidos. Opone los valores de la América española a los de una civilización yanqui, basada en la fuerza y en el dinero:

«Eres los Estados Unidos, / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español».

Presenta a Roosevelt como un «profesor de energía», un símbolo del poder arrollador. Le opone la más sencilla negativa, un solo verso de una sola sílaba, que adquiere, así, una fuerza impresionante: «No». También le advierte de que, pese a todo, no ha muerto «la América fragante de Cristóbal Colón, / la América católica, la América española (...) esa América vive. / Y sueña. Y ama, y vibra; y es la hija del Sol. / Tened cuidado. ¡Vive la América española! / Hay mil cachorros sueltos del León Español!».

Se esfuerza Rubén en transmitir esperanza a los pueblos hispanos de uno y otro lado del Océano. Para un empeño tan noble, busca una forma suficientemente solemne, tomando como modelo el hexámetro clásico; es decir, sustituir nuestros versos, de igual número de sílabas -las «sílabas contadas» del ‘Libro de Alexandre’ -por otros versos, basados en la repetición de los acentos rítmicos. Es una revolución sin precedentes, en nuestra métrica, que él utiliza para condenar solemnemente nuestra tendencia al pesimismo:

«¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos / y que el alma española juzgue áptera y ciega y tullida?».

Desemboca esta ‘Salutación del optimista’ en una exhortación a la esperanza, dirigida a todos los pueblos hispánicos:

«Únanse, brillen, secúndense tantos vigores dispersos; / formen todos un solo haz de energía ecuménica. / Sangre de Hispania fecunda...».

Se sentía Rubén profundamente americano porque se sentía radicalmente español. Lo dijo en un poema:

«Y yo, nada concibo y nada veo / sino español por mi naturaleza».

En el prólogo a ‘Prosas profanas’, evoca Rubén cómo «el abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres». Ellos representan lo mejor de nuestra cultura, aquello de lo que debemos sentirnos legítimamente orgullosos.

Todo esto culmina en una figura ejemplar, que simboliza lo más valioso que ha dado España a la cultura universal: Alonso Quijano el Bueno. En su hermosísima ‘Letanía de nuestro señor don Quijote’, Rubén Darío lo canoniza poéticamente, lo convierte en nuestro santo patrón, el que ha de ayudarnos, en medio de tantas miserias:

«Rey de los hidalgos, señor de los tristes, / que de fuerza alientas y de ensueños vistes, / coronado de áureo yelmo de ilusión, / que nadie ha podido vencer todavía, / por la adarga al brazo, toda fantasía, / y la lanza en ristre, toda corazón».

Releo ahora estos poemas de Rubén Darío a la vez que escucho voces ignorantes y sectarias contra la Hispanidad. La noble retórica del poeta ya no está de moda, por desgracia, pero sigue absolutamente vivo y debe seguir guiándonos su mensaje: la perenne esperanza en la «sangre de Hispania fecunda». 

Fuente: abc.es

 

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